Ayer por la tarde volvía en el metro después de darme una sesión relajante en unos baños árabes, cuando, al mirar mi reflejo en las ventanas del vagón, tuve una de esas sensaciones que de vez en cuando se apoderan de ti inconscientemente y sin que puedas evitarlo: «Soy fea», me dije.
Enseguida me puse como una paranoica a mirar a mi alrededor en busca de algo, no sabía bien qué, que me hiciera verme con otros ojos, darme cuenta de que aquella imagen estaba distorsionada y no era real. Pero no encontré nada. Al contrario, veía en los demás pasajeros, en todos ellos, una belleza que contrastaba amargamente con la imagen que en aquel momento tenía de mí misma. Sin más, me entristecí.
Eso era, sin duda alguna, lo que más me frustraba de todo, porque darle tanta importancia a la belleza física, tan subjetiva y efímera, siempre me ha parecido, desde el raciocinio, una estupidez. Y, sin embargo, ahí estaba yo, agobiada por algo absurdo, irracional, infantil. Insegura por no ser capaz de ver en ese momento lo que esperaba ver en mi.
Hoy me he levantado y, al mirarme al espejo, sin un atisbo de duda, he vuelto a sentirme guapa. Y no porque mi rostro sea diferente, ni porque anteayer me sintiera un bellezón, sino porque he vuelto a sentir confianza en mi misma. La inseguridad, sin saber porqué, había desaparecido.
Siempre he envidiado a la gente segura de sí misma, ajena a lo que piensan los demás y convencidos de su valor. Yo lucho por aceptarme tal y como soy, y apreciar todo lo bonito que hay en mí. Casi siempre lo consigo, pero a veces el poder de la inseguridad me impide ver con claridad, y por un instante me domina la duda.
Siempre he envidiado a la gente segura de sí misma, ajena a lo que piensan los demás y convencidos de su valor. Yo lucho por aceptarme tal y como soy, y apreciar todo lo bonito que hay en mí. Casi siempre lo consigo, pero a veces el poder de la inseguridad me impide ver con claridad, y por un instante me domina la duda.
Para la curiosas (o curiosos), Hera es muy guapa
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